Despedida

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Eusebio tiene un sueño, dice, redentor.

Quiere instalar en la sala de su casa una verdadera barra libre, una cantina de autoservicio, en la que el beodo consuetudinario pueda entrar como en su propia casa, tomar el vaso de su elección, verter en éste el alcohol de su preferencia, mezclarlo a su sazón y encender un viejo tornamesa para escuchar aquella música que mejor le venga en gana.

Al retirarse, sudoroso y desequilibrado como gringa en vacaciones primaverales, el parroquiano debería pagar, eso sí, lo justo por su consumo depositando en una alcancía junto a la puerta.

En su negocio ideal, Eusebio es a la vez anfitrión y huésped, porque el establecimiento le serviría de oficina para redactar sus aforismos y escuchar a Bach o Mendelssohn o Rachmaninov o Händel, hasta el hartazgo, mientras bebe copiosamente.

Eusebio me redime.

Yo mismo he decidido dejar mi cómodo empleo de “señora copetuda” al frente de una biblioteca pública para administrar una cantina de mala muerte, una de esas como las que gustaba frecuentar Alí Chumacero –donde las cervezas se sirven bien frías y las mujeres llevan las faldas bien cortas.

Es ahí, entre dos bocados de ceviche acapulqueño y tres tragos de Cuba Libre, que el hijo del violinista Higinio Ruvalcaba me cuenta su visión de negocio. La botella de Appleton blanco de la que servimos se vacía rápidamente al calor de la tertulia.

En su opinión, al menos yo ya me había atrevido a dar el primer paso, cambiar un acartonado centro cultural por otro menos rígido pero más estigmatizado. Salud y empinamos.

Eusebio, cuando lee, es un tirano.

“Tú deberías de olvidarte de los trenes y de la literatura”, espeta a un muchacho de apenas 18 años que sueña con ser escritor. Esta vez lo dice en la otra cantina, en la consagrada, la que en lugar de botellas guarda centenares de volúmenes literarios y académicos en las estanterías. “No sabes escribir”, suelta con todo el veneno que le es posible.

Tras el brutal ataque, parcha la herida con un curita. “Espero que al decirte esto te pique el orgullo, porque sólo hay dos reacciones posibles: o te empeñas en mejorar y demostrar lo estúpido que soy, o te dedicas a clérigo”.

Al final, Eusebio es como el perro de sus aforismos: mea en donde le da la gana y muerde. Testigo soy; años más tarde me tocó una dentellada.

Nos comunicamos por teléfono. Le he enviado una copia de mis cuentos buscando su aval para una beca (malditas becas). Cuando me responde lamenta haberlo dado ya a otro, pero ha leído lo que le he mandado.

Me señala con puntualidad aquellos textos que le han parecido malos y anecdóticos, parece que pronto me va a enterrar los colmillos cuando viene el lengüetazo. “En los otros, maestro, eres pura carroña”. Es un halago (muerde y mea), me habla no de lo inservible de las letras sino de lo mucho que reflejan la oscuridad de mi alma. Soy, como él, un culero.

Eusebio jamás sale en piyama

En el retrato que exhibe en la portada El Universal, Eusebio aparece mucho más canoso y abotagado de lo que le recuerdo –seguramente es por sus abusos y excesos de buhardilla—, pero como siempre va pulcramente vestido.

Entonces recuerdo que, en una crónica sobre la forma en la que se contagió de su primera gonorrea,  asegura orgulloso: “Yo jamás saldría en piyama, no soy un patán de esos”.

Luego leo el encabezado junto a su foto y me sorprendo al pensar que es cierto: Eusebio no saldría desaliñado ni siquiera tras su muerte, luego de permanecer en sus piyamas, hospitalizado, cerca de un mes.

En su honor reproduzco desde la computadora una recomendación suya: “La Doncella y la muerte”, de Schubert. La recomendación proviene de uno de sus ensayos, en el cual honra la memoria del poeta Félix Daujare, fallecido en la fecha en que escribe el ensayo, escuchando la música del compositor alemán y descorchando una botella de tinto.

Con la última nota del cuarteto, llega el momento en que tengo que despedirte, Eusebio. Me voy a permitir plagiarte, por supuesto, para sumarme con la ironía que me enseñaste a la legión de los que se apropian del arte.

Así, entonces te digo: “Eres pura carroña”. Esta vez es literal y no solamente un halago.

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