minientrada Gayola

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“Estrecha la mano del director, va a estar todavía calientita”. Así, con una emoción que rebasaba mi entendimiento, mi padre me conminaba al término de los conciertos de la Filarmónica de Guadalajara, en el Degollado, o de la Sinfónica Nacional, en Bellas Artes.

Él se acercaba, intercambiaba el apretón y algunas palabras y yo lo miraba avergonzado desde una distancia prudente.

El ‘Panzotas’ no era un tipo versado en música clásica, aunque sí un apasionado escucha, particularmente de Beethoven. Las notas del compositor alemán le conmovían y le llevaban a un estado de éxtasis del que no salía incluso horas después.

Me tocó encontrarme con él tarareando la novena con frenesí, sacudiendo la melena mientras dibujaba impetuosamente, sin darse cuenta de que lo que emitían los altavoces de la radio eran las estridentes notas metaleras del programa ‘El Despeñadero’, de Radio Universidad de Guadalajara.

Su mente se había obnubilado con la interpretación de Von Karajan al frente de la Filarmónica de Berlín al grado de anular los sonidos que le rodeaban para solamente repetir, incesantemente, los coros y las cuerdas de la magistral orquesta.

Acudíamos a los teatros con regularidad, cuando se presentaba alguna interpretación del compositor sordo al que él admiraba, o de Mozart, a quien yo idolatraba.

La primera vez que entré al Teatro Degollado no fue por una causa tan culta. Fue un domingo, recuerdo bien, y nuestras localidades eran de luneta. Había una puesta local de ‘La Dama y el Vagabundo’ que, hoy en mi memoria, parecía sacada de los cuentos de Cachirulo.

Sé, y lo sé bien, que lo que atrapó mi atención en esa ocasión no fueron los enormes peluches que se paseaban por proscenio. Entonces, como cada vez que ingreso a ese majestuoso edificio, la enorme águila con la cadena en el pico que remata la boca del escenario fue lo que me sorprendió.

Este fin de semana, el perturbador ornamento me quedó justo al frente, como en la última ocasión que entré a este lugar junto con mi padre, cuando llevamos por primera vez a Mariana, mi hermana, a un concierto de música clásica. Ni siquiera recuerdo qué se interpretó.

La imagen que guardo de esa visita es la de mi padre de pie, ovacionando apasionadamente en las frágiles gradas que la galería tenía por entonces. Gritaba con su voz potente una y otra vez: ¡Bravo! ¡Bravo! Con la cara colorada por el esfuerzo.

Ahora iba acompañado de Isis y mi tercer hijo, todavía inseparable de ella. Una estación de radio nos había prometido boletos de luneta para el segundo concierto de un ciclo dedicado a Sergei Rachmaninoff. Las entradas eran en realidad para ‘gayola’ y cuando vi las cadenas pendiendo del pico frente a mí pensé que había sido un truco de papá para que le rememorase.

Esta tarde me siento un poco como él, tarareando mecánicamente el segundo movimiento del Concierto No. 2 de Rach –un adagio sostenido que, curiosamente, inspiró el éxito de los 70 “All by my self”— aunque los sonidos que me rodean son ladridos de mis perros y el intermitente tránsito de camiones frente a mi casa.

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